La primera es la excesiva dualidad del mercado laboral español. Dicha segmentación se ha debido a la existencia de un elevado diferencial en la protección al empleo entre los contratos indefinidos y los temporales. En concreto, la brecha en costes de despido (incluyendo la incertidumbre vinculada a la resolución judicial de los recursos por despido improcedente de los indefinidos, frente a la imposibilidad de recurso cuando los contratos temporales finalizan) está detrás del uso intensivo, por parte de las empresas, de la contratación precaria y de la rotación de los trabajadores temporales entre empleo y paro. Dichos contratos se han convertido en callejones sin salida en vez de trampolines hacia la estabilidad laboral, con efectos muy negativos sobre la formación, movilidad geográfica y autonomía familiar de los contratados temporales.
En segundo lugar, cabe destacar el funcionamiento ineficiente de la negociación colectiva. Su estructura se ha basado en la primacía de los convenios sectoriales a nivel provincial, con cláusulas de extensión (erga omnes) de los acuerdos pactados en convenio para todos los trabajadores y empresas en el mismo ámbito, con independencia de su afiliación a las organizaciones sindicales y empresariales. Como resultado de este grado intermedio de centralización, la capacidad de adaptación de los salarios y la jornada laboral (flexibilidad interna) para amortiguar los ajustes de plantilla (flexibilidad externa) en situaciones de crisis ha resultado muy limitada. La elevada seguridad en el empleo de los trabajadores con contratos indefinidos ha conducido a una masiva destrucción de puestos de trabajo temporales, tanto en la recesión de principios de los 90 como en las dos recesiones posteriores a 2008.
Perspectiva histórica
El origen de nuestra peculiar negociación colectiva se remonta a los inicios de la Transición. Las razonables urgencias por establecer convenios colectivos en un nuevo contexto democrático dieron lugar a un encaje acelerado de las relaciones industriales imperantes bajo el franquismo (ancladas en el ámbito sectorial-provincial) con la exigencia de criterios mínimos de representatividad por parte de los agentes sociales. El objetivo en aquellos momentos era que la gran mayoría de los trabajadores accediera rápidamente a un convenio colectivo. Desde entonces, una reducida tasa de afiliación convivía con una amplía cobertura de los convenios. A su vez, la desregulación de la contratación temporal en la reforma de1984 provocó que la defensa de los intereses de los trabajadores con contratos indefinidos (insiders) pasara a convertirse en el objetivo prioritario de los sindicatos mayoritarios, obviando en buena medida los intereses de temporales y parados (outsiders). Ello es debido a que los primeros constituían el grupo de votantes decisivos en las elecciones sindicales, ya que una gran mayoría de los trabajadores desempleados y temporales no participaban, bien por no estar afiliados, bien porque la propia regulación de dichos comicios les impedía hacerlo (cerca de un 30% de los temporales). Bajo los sistemas de indexación salarial a la inflación pasada, la rigidez e incluso la presión al alza de los salarios para los trabajadores indefinidos persistió en condiciones económicas muy desfavorables. Lo hizo porque la flexibilidad de los contratos temporales proporcionaba un escudo protector a la seguridad en el empleo de los indefinidos frente a los consiguientes ajustes de plantilla.
Por otra parte, las empresas más influyentes en cada sector aprovechaban la cláusula erga omnes para acordar otras, salariales y laborales, que resultaban inaccesibles para las nuevas empresas entrantes. Ello facilitaba el establecimiento de barreras a la libre competencia que les permitía mantener un elevado poder de mercado, al tiempo que favorecía el uso masivo de la contratación temporal para evitar los costes asociados a los rígidos contratos indefinidos.
La reforma laboral del PP
Sucesivas reformas laborales tras la de 1984 abordaron este problema mediante tímidos intentos de reducir el diferencial de costes de despido, así como estableciendo límites más restrictivos al encadenamiento de contratos temporales. Sin embargo, apenas afectaron a la negociación colectiva. Estas reformas tuvieron lugar generalmente en aquellos momentos en los que aumentaba el riesgo de despido de los insiders o cuando existía un impulso externo positivo, como durante la fase de acceso al euro.Ante la hecatombe en nuestro mercado laboral desde 2009, se puede concluir que estos intentos resultaron en buena parte estériles. Ausente la posibilidad de devaluar la moneda, como en las crisis de inicio de los 80 y 90, y ante la presión de los grandes organismos internacionales, el Gobierno del PP acometió la reforma laboral más ambiciosa hasta la fecha, en línea con la opción ortodoxa disponible en un área de moneda única: devaluación interna facilitando reducciones en costes laborales y márgenes de precios, acompañada de la válvula de escape que proporciona la emigración. En concreto, son dos los objetivos principales que guiaron la nueva reforma: aumentar la flexibilidad interna de las empresas y reducir la tasa de temporalidad promoviendo la contratación indefinida.
Para lograr lo primero, se concedió mucha mayor discrecionalidad (poder en la negociación) a las empresas en la modificación de las condiciones laborales y salariales, se facilitaron los descuelgues del convenio colectivo dando prioridad a la negociación a nivel de empresa sobre los niveles superiores, se eliminó la autorización administrativa en los despidos colectivos y se fijó un límite estricto (un año) a la ultraactividad de los convenios ya vencidos.
Para disminuir la tasa de temporalidad, se produjo un recorte más intenso del diferencial de costes de despido mediante la reducción de la indemnización por despido improcedente (de 45 a 33 días de salario por año trabajado a partir de 2012, aderezada con subvenciones de 8 días procedentes del Fogasa para las pequeñas empresas hasta finales de 2013) y el aumento progresivo de la indemnización vigente por finalización de contrato temporal (de 8 a 12 días); se creó un nuevo contrato indefinido para emprendedores con un periodo de prueba de un año y sustanciosas bonificaciones en caso de mantenerse durante tres años y, finalmente, se introdujo una mayor seguridad jurídica para los despidos económicos con indemnización de 20 días.
El resultado: más segmentación
¿Cuál ha sido el resultado de más de tres años y medio de aplicación de la reforma? Para analizar esta cuestión conviene examinar los cambios experimentados en las principales magnitudes laborales entre el primer trimestre de 2012 y el segundo de 2015, tomando como referencia los niveles existentes justo antes de la crisis, en el primer trimestre de 2008. Los salarios nominales brutos en términos anualizados, cuya reducción se inició en 2011, han caído desde 2012 en 6 y 3 puntos porcentuales para los trabajadores temporales e indefinidos, respectivamente. La cifra actual de 18,05 millones de ocupados (20,6 millones en 2008) supone un aumento de 300.000 desde 2012. El número actual de 4,86 millones de desempleados (2,2 millones en 2008) representa 800.000 menos desde 2012. Dos terceras partes de la reducción en la cifra de parados se han debido a la caída de la población activa que, con un nivel actual de 22,9 millones de personas (22,8 millones en 2008), ha caído en 530.000 personas desde 2012 como consecuencia de la emigración y el efecto desánimo del paro de muy larga duración. La actual tasa de paro del 21,2% es inferior en 3 puntos porcentuales a la de 2012 (9,6% en 2008). La evidencia existente apunta a que la mitad de dicha reducción se debe a la reforma y el resto a la mejora económica internacional. Por tanto, pese a que la devaluación salarial haya sido brutal para algunos colectivos y haya dado lugar a una desigualdad en los ingresos (antes de impuestos) muy elevada, cabe concluir que, por el momento, la reforma de 2012 ha ayudado a enderezar la grave situación anterior a la misma.
INDEFINIDOS TEMPORALES
2008 (T1, EPA) 11,9 (70%) 5,1 (30%)
2012 (T1, EPA) 11,3 (76,4%) 3,5 (23,6%)
2015 (T3, EPA) 11,0 (73,8%) 3,9 (26,2%)
Lo que no tiene trazas de desaparecer es el problema de la segmentación laboral. La actual tasa de temporalidad del 26,2% supera en 2,6 puntos a la tasa de 2012 (30% en 2008). Tras la destrucción masiva de empleos temporales durante la primera recesión (2008-2009), una vez más la recuperación económica parece estar asentándose en la creación de empleos precarios en sectores de escaso valor añadido. A ello se une el aumento del tiempo parcial no deseado. Así, el empleo asalariado temporal ha aumentado en 400.000 personas desde 2012, mientras que el empleo indefinido ha caído en otras 300.000. Ni la proporción de contratos indefinidos en el volumen total de contratos firmados anualmente ni la tasa de conversión de temporales a indefinidos han variado significativamente respecto a sus niveles anteriores, situados ambos en torno al 10%. Ello resulta sorprendente ,pues el nuevo contexto de flexibilidad salarial debería servir para neutralizar la trasferencia de empresarios a trabajadores que suponen las indemnizaciones estatutarias.
Un previsible fracaso
Varias son las razones que podrían estar detrás de este aparente fracaso. Por una parte, la reducción de la indemnización por despido improcedente durante la segunda recesión (2012 y 2013) agudizó la destrucción de puestos de trabajo indefinidos, abaratando el precio de despedir cuando las empresas todavía ajustaban plantillas. Por otra, el coste asociado a la incertidumbre judicial en los recursos por despido improcedente no parece haberse reducido, pues las diferencias entre las indemnizaciones por despidos improcedentes y procedentes sigue siendo elevada, incentivando los recursos. Un buen ejemplo es el del contrato indefinido de emprendedores, del que se firman en promedio unos 90.000 al año, lo que solo supone el 7% de los contratos indefinidos firmados anualmente, y de los que una tercera parte se rescinde antes de los tres años exigidos para cobrar las bonificaciones asignadas. Al tener un periodo de prueba de un año, la brecha en costes de despido con un indefinido regular es mayor (20 o 33 días) que entre este último y un contrato temporal (20-12=8 días o 33-12= 21 días). A esto se unen los graves defectos en la redacción de las nuevas normas dirigidas a aumentar la seguridad jurídica de los despidos económicos, donde se definen sus causas en términos de disminución de ingresos y ventas durante tres trimestres consecutivos, pero sin especificar umbrales al tamaño de dichos descensos. Los jueces opinan que no es lo mismo una caída del 1% que del 20%. Tampoco queda suficientemente claro que la puesta a disposición del trabajador de la indemnización deba ser simultánea a la entrega de la carta de despido. Ambas circunstancias han dado lugar a numerosos recursos con sentencias de nulidad o improcedencia, lo que ha afectado, entre otros casos, al 46% de los ERE. Sucesos similares se han dado en la normativa sobre la ultraactividad, donde, en ausencia de acuerdo después de un año, los salarios del convenio caen al nivel del salario mínimo interprofesional, hecho sobre el que también se ha producido numerosa jurisprudencia bastante razonable que intenta solucionar este sinsentido.
La conclusión de todo lo anterior es que la dualidad y la previsible bulimia del mercado laboral en España, entre la actual recuperación y la próxima recesión, continuarán siendo temas candentes en el futuro. La reforma de 2012 ha puesto de manifiesto que las medidas adoptadas en este sentido no han funcionado hasta ahora. También se ha constatado que lo importante para rebajar la brecha en la protección en el empleo es reducir los costes que genera para las empresas la incertidumbre por recursos de nulidad o improcedencia, y no tanto una simple reducción en el diferencial de indemnizaciones estatutarias.
En este sentido, dado que el despido es causal en España, una medida en línea con el contrato unificado recientemente aprobado en Italia (Jobs Act) parece imprescindible. En este contrato coexiste una indemnización por despido improcedente, sujeta a tributación sobre la renta, con otra inferior (fast-track) que está exenta de impuestos y es de inmediata disponibilidad por parte del trabajador despedido. La evidencia en Italia es que el nuevo contrato está siendo un éxito. Esta vía es similar a lo que aquí se conoció como despido exprés, anulado en la reforma de 2012, pero con la gran diferencia de que esta última indemnización en España era idéntica a la del despido improcedente (45 días), y tanto una como otra exentas de tributación. Sin medidas de esta índole, la dualidad y sus efectos tan negativos están aquí para quedarse
Rectificar es de sabios. Aunque si la equivocación se ha cometido al reformar el mercado de trabajo, las consecuencias económicas y sociales son tan grandes y graves que casi habría que pedir responsabilidades. La devaluación salarial, que con tanto ahínco reclamaban economistas neoliberales, ahora se reconoce que ha sido un gran error. Lo más incomprensible es que en 2012, cuando se hizo la reforma laboral que agudizó la degradación de los salarios, hacía tiempo que los profesionales de la economía laboral ya sabían que:
1) Los incrementos salariales de 2008 y 2009 (que aún hoy se utilizan arteramente para justificar aquella reforma) eran muy inferiores debido a que la enorme pérdida de empleos con salarios bajos elevaba artificialmente las medias salariales, un “efecto composición” que hoy ya reconoce hasta el Banco de España.
2) En realidad las retribuciones más bajas, las de casi la mitad de los trabajadores, llevaban varios años cayendo en términos nominales y mucho más en términos reales.
3) Como han demostrado los estudios que justo tras la reforma laboral han realizado los propios economistas que antes la reclamaban, las pérdidas salariales han sido monumentales: uno de cada dos trabajadores con contrato indefinido ha perdido su empleo a lo largo de la crisis (la mayoría ya antes de esa reforma laboral). Si ha encontrado otro trabajo similar la pérdida es de un 17% nominal; si el nuevo empleo es temporal en la misma empresa, la pérdida es del 44%, y si es temporal en otra empresa, del 48%. Devaluación salarial ya había, y en exceso. El ajuste laboral se estaba produciendo mucho antes de la reforma y por la vía de los precios, aunque las empresas preferían utilizar las dos vías: los despidos masivos y los recortes de salarios.
Ahora, aquellos que reiteradamente pidieron las medidas de devaluación salarial en documentos públicos de enero y abril de 2012 reniegan de los efectos claramente negativos e indeseables de esa devaluación al acusar a la reforma laboral de ofuscación. Incluso así, la rectificación es buena, siempre que la haya y no se quede únicamente en palabras.
Asignaturas pendientes
Las medidas esenciales que han acentuado la devaluación salarial son, en primer lugar, la desaparición a fecha fija de todo lo pactado en el convenio (la supresión de la ultraactividad), el debilitamiento de los convenios sectoriales (vigentes en todos los países avanzados del centro y norte de Europa) y la capacidad otorgada al empresario para, por decisión propia y sin negociación, bajar los salarios aunque no peligren la empresa ni la supervivencia del empleo. Estas medidas, entre otras, deben ser rectificadas. Y esa es la primera asignatura pendiente de la reforma laboral: corregir los errores. Para que se comprenda hasta qué punto lo son y cómo esas medidas han establecido un marco de devaluación salarial permanente, independiente de la existencia de recesión, tan solo hay que constatar que, con la economía creciendo a tasas del 3%, la devaluación salarial continúa produciéndose.En segundo lugar, otro gran error que hay que corregir es la regulación del despido. Desde el inicio de la crisis se han producido en España más de cinco millones de despidos de trabajadores con contrato indefinido, aunque como se sabe sus salarios estaban cayendo. Ese desproporcionado ajuste de empleo apenas tiene que ver con el del sector de la construcción (en el que el empleo es mayoritariamente temporal). Se trata de un un ajuste silencioso y taimado porque 9 de cada 10 de esos despidos han sido individuales, no a través del despido colectivo es decir, sin negociación alguna. En 7 de cada 10, sin que el empresario tuviera que justificar razón alguna y sin posibilidad material de revisión posterior por un juez. Son los denominados despidos improcedentes, cuya regulación (más bien desregulación, habría que llamarla) provenía de una reforma realizada en 2002.
Esa es la principal explicación de por qué en España el desempleo pasó del 8% al 26%, cuando la media europea apenas ha alcanzado el 12%. No es solo el grave problema de la elevada temporalidad del empleo. Las empresas se encontraron, al llegar la crisis, con una regulación del despido que les permitía realizar todo el ajuste a costa del empleo, de forma instantánea. Porque a ello ha de añadirse que el ordenamiento laboral español no establece un sistema de prevalencia de las medidas laborales de ajuste: las empresas eligen libremente entre la panoplia de fórmulas, sin que los despidos sean la última de ellas. Más aún, las medidas de ajuste no diferencian entre situaciones o dificultades coyunturales y estructurales de las empresas, de tal modo que pueden utilizar los despidos también para hacer frente a cualquier problema transitorio por leve que este sea. Y desde la reforma de 2012 lo pueden hacer con un despido improcedente, sin causa, que tiene un coste aún más bajo que el que dio lugar al abuso del despido desde el inicio de la crisis. También mediante un despido por causas económicas, que les permite llevarlo a cabo en situaciones de dificultad irrelevantes, que en ningún caso exigirían tan traumática solución. Su carácter causal o justificado ha quedado, en consecuencia, prácticamente vacío de contenido.
Recomponer y llevar de nuevo a la racionalidad económica y laboral el despido (en el marco de la regulación de un sistema racional de ajustes laborales) es, por lo tanto, la segunda asignatura pendiente si no queremos que, por mucho empleo que se genere en la recuperación, al más mínimo síntoma de debilitamiento de la economía nos encontremos con otro tsunami de despidos aún mayor que el que hemos padecido.
En tercer lugar está la desmesurada temporalidad. ¿Cómo es posible que la economía española duplique las tasas medias de temporalidad en todas las ramas de actividad (no en las sujetas a fuerte estacionalidad, en las que tampoco se justifican los niveles actuales de temporalidad)? Más extraño aún: ¿cómo puede ser que teniendo, según la OCDE, una de las regulaciones más estrictas de los contratos temporales se produzca ese clarísimo exceso de temporalidad? La respuesta es sencilla: la legislación en esta materia se incumple de forma general, sin que ello conlleve consecuencia significativa alguna.
Un fraude generalizado
Es de conocimiento común que las empresas, al contratar a un trabajador, le plantean de inicio un contrato temporal, independientemente de si el trabajo es estable o no. Y esto sucede así por todo lo largo y ancho de la geografía española, aunque la ley no lo permite: no es causa legal para suscribir un contrato temporal simplemente el que sea una contratación inicial. Es más, ese contrato se realiza habitualmente en fraude de ley y la consecuencia de ese fraude es que el contrato se transforme en fijo. Pero eso no ocurre. Porque requiere que el trabajador presente una reclamación judicial, como consecuencia de la cual es despedido por el empresario con una indemnización bajísima, debido a la corta duración del contrato. El negocio es ruinoso para el asalariado, que pierde su empleo y recibe una cantidad exigua de dinero, pero no tiene complicación alguna para el empresario, que contratará inmediatamente a otra persona con un nuevo contrato temporal en fraude, advirtiéndole de la experiencia de su predecesor.La regulación legal, pues, favorece y alienta el fraude por las escasas consecuencias de su sanción, y penaliza a los trabajadores indebidamente temporales, castigándolos con un estatuto de inestabilidad laboral permanente, cuando no con el paro. Pero no se trata de crear un contrato con el que los empresarios puedan hacer legalmente lo mismo que ahora hacen de forma ilegal (el contrato único, que permite, con igualmente ridículas cuantías económicas, rescindirlo sin causa a los pocos meses y contratar a otro trabajador, y así una vez tras otra). Se trata de cambiar el juego de incentivos de tal forma que, ante los casos de fraude en la contratación temporal, el penalizado sea el empresario y el beneficiado, el trabajador. Se trata de desincentivar el fraude creando un dispositivo económico disuasorio, pero no de penalizar la utilización justificada, legal y legítima de los contratos temporales que sean necesarios. Hay actividades, como la construcción, donde un trabajador temporal al cabo de 20 años continúa siendo temporal porque esa es la naturaleza de su actividad y seguirá comenzando y terminando obras y contratos temporales. Nada hay de reprochable en ello, ni hay trampa de temporalidad. La trampa existe porque se da el fraude cuando el trabajo no es temporal y el contrato sí lo es. Esta debería ser la línea de reforma de la tercera asignatura pendiente.
Y finalmente, las políticas activas de empleo, que requieren un replanteamiento total en varias direcciones: suprimir todas las bonificaciones a la contratación, cuyo resultado, según han demostrado todos los estudios, es “peso muerto” en el gasto público; establecer un verdadero sistema de intermediación eficaz que averigüe las carencias de cada desempleado, les dé respuesta con medidas adaptadas y conecte a la persona con las demandas de empleo del mercado laboral, porque la actual privatización (que exige pagar con dinero público a empresas privadas porque no son capaces de cumplir con su misión) es un rotundo fracaso; reformar el sistema de formación hasta hacerlo eficiente y capaz de responder a las necesidades reales, lo cual es lo contrario de abandonarlo en manos de una inmensa red de inútiles empresas privadas de formación. Todo ello aumentando los recursos hasta los niveles que tienen los países con bajas tasas de paro de larga duración. Estas son las principales asignaturas pendientes y esta es la forma de conseguir una rectificación a los males que arrastra el mercado laboral, exacerbados por las recientes reformas.
Los decretos del Gobierno para fomentar la competencia en el mercado de la gasolina han sido incapaces, por el momento, de lograr lo que en principio era su objetivo primordial: reducir el margen bruto de beneficio de las petroleras y, por tanto, el precio de venta al público. El último informe de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC), correspondiente a junio, constata que España continúa con la gasolina antes de impuestos más cara de los 19 países de la eurozona y que las petroleras jugaron ese mes con un margen bruto de beneficio de 17 céntimos por cada litro de carburante que vendieron, es decir, cinco céntimos más que la media.
La CNMC ha criticado en repetidas ocasiones este hecho porque, aunque estos céntimos extra puedan parecer una cifra nimia, su eliminación supondría un importante empujón en la competitividad de la economía española. Basta con pensar en el enorme efecto beneficioso que esta medida tendría para el sector transportista. A modo de ejemplo, un camionero con un depósito de 1.200 litros se ahorraría 53 euros cada vez que repostara, lo que conllevaría una reducción inmediata en sus costes fijos y, por ende, en el precio final del producto que está transportando.
Por esta razón, la CNMC no considera una excusa que, en términos de venta al público, la gasolina española esté más barata que la media de la zona euro. Todo lo contrario. Esto se debe a que el Ejecutivo aplica unos impuestos sobre el carburante notablemente inferiores a la mayoría de sus socios, pese a que las petroleras españolas defiendan lo contrario. En concreto, España recauda —sin contar el IVA— 46 céntimos por cada litro que se vende, cuando la media de la zona euro es de 56. Esto es lo que hace que, aunque las petroleras españolas estén recaudando cinco céntimos más por cada litro de combustible, el precio de venta al público siga por debajo de la media de la zona euro (se compensa por los menores impuestos).
Casi un oligopolio
Pese a las constantes críticas de este operador independiente —sustentadas siempre por los datos oficiales del Boletín Petrolero de la UE—, las petroleras españolas continúan negando estos informes, aduciendo fallos metodológicos y asegurando que su margen real de beneficio —tras gastos varios como el refino o la distribución del carburante a las gasolineras— apenas supera el céntimo por litro. Esto llama poderosamente la atención por dos motivos. El primero, porque la propia Asociación Española de Operadores de Productos Petrolíferos (AOP), que representa a estas grandes empresas, reconoció en su informe anual de 2014 que su margen bruto de beneficio fue de 16 céntimos por litro, más alto que el de la media europea. Y el segundo, porque estas compañías compran los barriles de crudo en los mismos mercados que, por ejemplo, las petroleras francesas, que jugaron en junio con un margen nueve céntimos inferior a las españolas. Los informes de la CNMC recomiendan al Gobierno que apueste por la liberalización del sector para fomentar la competencia. Este organismo independiente no habla de oligopolio, pero sí de “fuerte concentración”. El ministro de Energía, José Manuel Soria, se ha referido en muchas ocasiones a una práctica de las petroleras que, a juicio de la CNMC, revela la “insuficiente competencia” que hay en el sector. Se trata del denominado “efecto cohete-pluma”, que consiste en que estas grandes empresas llevan una subida de la cotización del Brent inmediatamente a la tarifa de venta al público (suben el precio como un cohete), mientras que un descenso en el mercado internacional tarda mucho más en llegar a la calle (el precio va bajando tan despacio como una pluma).
Según Jorge Morales de Labra, experto en el sector energético español, este llamativo efecto se debe precisamente a que las petroleras aprovechan los momentos en los que el petróleo está más barato para aumentar sus márgenes de beneficio. A modo de ejemplo, Morales señala que estas empresas jugaron con un margen de 11 céntimos por litro en junio de 2014, cuando el barril de Brent costaba 115 dólares. En enero de este año, cuando la cotización estaba marcando mínimos (50 dólares), las petroleras utilizaron un margen de 15 céntimos. “El gasóleo pasó de estar a 1,39 euros a 1,07. Fue un descenso de 32 céntimos en solo seis meses, pero podría haber bajado cuatro céntimos más si no se hubiera subido el margen de beneficio”, argumenta.
La CNMC también ha constatado en los últimos años otras prácticas que reflejan el gran poder que tienen estas empresas. Fue el caso del “efecto lunes”: las petroleras reducían los precios ese día de la semana porque es cuando deben mandar sus tarifas de venta al público al Boletín Petrolero de la UE. También suele percibir aumentos del PVP durante los fines de semana o justo antes de un puente o un largo periodo vacacional —fechas en las que se producen más desplazamientos y por tanto más consumo—, sin que haya habido cambio alguno en la cotización del crudo.
El mercado del refino
Donde la CNMC no tiene ninguna duda de que existe un mercado oligopólico es en el subsector del refino español, es decir, el proceso por el cual se transforma el crudo en el producto final. Esto se debe a que las refinerías que hay en España están en manos de solo tres empresas: Repsol, Cepsa y BP. La primera posee el 59% de ellas y la segunda el 34%. En cuanto al mercado minorista —venta al público—, la concentración también es muy alta. La CNMC publicó hace unas semanas un informe en el que constató que alrededor del 75% de las ventas de combustible se produjeron en estaciones de Repsol, Cepsa o BP, ya fueran estas de su propiedad o tuvieran un contrato con el gasolinero. La empresa con mayor poder es Repsol, que tiene una cuota del 45%. Si a estas tres empresas se le suman otras cinco grandes mayoristas (Galp, Disa, Saras Energía, Meroil y Esergui), el resultado es que controlan más del 90% del mercado. El resto está en manos de marcas blancas e hipermercados.
En 2012, la CNMC elaboró un informe a petición del ministerio sobre las reformas que habría que llevar a cabo para aumentar la competencia. Y, precisamente, una de las recomendaciones fue potenciar las gasolineras en los supermercados, un modelo que apenas está extendido en España (solo hay 323 estaciones de este tipo) a diferencia de otros países cercanos como Francia: allí el 39% está en manos de super o hipermercados, frente al 4% español.
“Los supermercados han demostrado que tienen capacidad suficiente para adquirir el producto a un precio más económico y venderlo por tanto más barato”, señala Morales. Este modelo de negocio está basado en ofrecer carburante low cost para que los clientes, atraídos por el bajo precio, se queden de paso a comprar otros productos en sus tiendas. Es decir, actúa como un efecto llamada y, en opinión de la CNMC, la proliferación de esta oferta debería forzar a las petroleras tradicionales a bajar sus precios.
El Gobierno siguió esta propuesta y aprobó un decreto en 2013 que eliminó buena parte de las barreras de entrada para instalar estos negocios: se estableció un procedimiento administrativo único para solicitar una apertura de este tipo y dar potestad a los supermercados para abrir una gasolinera siempre que lo hagan en suelos dedicados a uso comercial, restando poder de decisión a los ayuntamientos, que en ocasiones vetaban estas aperturas, por ejemplo, por razones medioambientales. Su resultado ha sido moderado: se pasó de 295 estaciones de servicio en hipermercados en 2012 a 323 en 2014.
Marcas blancas
Durante estos años de crisis han abierto un buen número de gasolineras de marcas blancas —se calcula que hay unas 400 más que en 2012—, lo que ha producido un aumento del número de puntos de venta en España porque las grandes petroleras siguen controlando un número similar de estaciones. La CNMC no considera que la falta de competencia en este sector se deba a que existan pocos puntos de venta en España, sino a la propiedad y los contratos con los que operan las ya existentes. Llama la atención que España tenga 21 gasolineras por cada 100.000 habitantes, frente a las 19 de Francia o las 14 de Alemania, países con un sector de hidrocarburos más competitivo que el español, según el regulador. A juicio de los expertos y los pequeños empresarios consultados por este periódico, la medida más importante que ha tomado el Gobierno para romper con el poder de las grandes petroleras fue la prohibición, también en 2013, de que estas pudieran fijarle al gasolinero de forma indirecta a qué precio debía vender el carburante. Al mismo tiempo, se estableció que los contratos entre estaciones de servicio y petroleras solo podían ser por un año (con la posibilidad de renovarlo dos más), momento en el que pasa a ser obligatorio formalizar uno nuevo. Esta medida ha permitido que algunos empresarios que estaban atados a contratos que duraban décadas pudieran romperlos y buscar otros suministradores. Es el caso de un conocido gasolinero madrileño, que pide el anonimato, que ha conseguido dejar de trabajar con Cepsa gracias a esta reforma y opera ahora como marca blanca. “Antes era de los más caros de la zona, y ahora soy el más barato”, comenta. No obstante, habrá que esperar para saber qué resultado global tiene esta medida. La impresión de Morales es que “más allá de este tipo de empresarios, no parece que la competencia entre marcas haya mejorado mucho”.
El informe de la CNMC de junio dice que BP vendió la gasolina de media a 1,355 euros por litro, Repsol a 1,354 y Cepsa a 1,352 (es decir, una diferencia entre ellas que no llegó ni al medio céntimo —0,3—). “Mi propuesta es apostar por una ruptura completa y que el empresario pueda cambiar de suministrador cada semana, escogiendo el que le haga la mejor oferta”, añade Morales.
Durante esta legislatura se ha aprobado una gran cantidad de medidas para intentar favorecer la competencia en el mercado, pero las reformas se han quedado en ocasiones en poco más que gaseosa, más aún teniendo en cuenta los conflictos que hubo entre petroleras y Gobierno por el aumento de la inflación, intrínsecamente relacionada con las subidas anuales de gastos como las pensiones.
La última medida del Gobierno central, aprobada en marzo, resume muy bien esta idea. El ministerio ha decidido poner topes al poder de una petrolera en una zona, de forma que las empresas que vendan más del 30% del carburante que se consume en una provincia no podrán abrir ninguna estación de servicio más en ese territorio ni firmar nuevos contratos hasta 2018. La medida afecta especialmente a Repsol, que se encuentra en esta situación en 32 provincias.
Los expertos consideran que la efectividad de esta reforma va a ser escasa, ya que en ningún caso obliga a la petrolera a deshacerse de estaciones de servicio hasta quedarse por debajo del 30% y, además, la empresa también tiene derecho a renovar los contratos que estaban vigentes antes de la publicación de esa ley, incluso aunque supere el 30% de las ventas. Es decir, el Gobierno le prohíbe crecer en ciertas provincias, pero le deja quedarse tal y como está ahora.
Las comunidades frenan los surtidores fantasma
Carlos Larroy
Una de las recomendaciones de la CNMC al Gobierno en su informe de 2012 era que potenciara la expansión de las gasolineras desatendidas, es decir, aquellas que ofrecen carburantes a precios low cost porque se ahorran el gasto de personal (no tienen ningún trabajador, de ahí que se las conozca también como gasolineras fantasma). Sin embargo, al menos cuatro autonomías —Andalucía, Aragón, Navarra y Castilla- La Mancha— las han prohibido en los últimos meses tras el malestar de los empresarios, los sindicatos y las asociaciones de consumidores. Uno de los argumentos esgrimidos para su prohibición es que es imposible que una persona con una importante minusvalía pueda repostar (no hay nadie que le pueda ayudar). Otro es la imposibilidad de rellenar una hoja de reclamaciones si se diera el caso. O que no hay nadie en la gasolinera que compruebe que la cantidad de combustible que sale por la manguera es la misma que pone en el marcador.
Patronal, sindicatos y consumidores consideran que estas gasolineras no cumplen con los criterios de seguridad que se les exige al resto por ley, por lo que hablan de “agravio comparativo”. Entre ellos mencionan la dificultad que tienen este tipo de gasolineras para actuar de manera inmediata en caso de emergencia o para vigilar que no se fume.
Como regla general, las autonomías que han decidido prohibir las gasolineras fantasma han optado por establecer, por ley, que en toda estación de servicio debe haber al menos un trabajador durante el tiempo que esté abierta al público. Esto afecta también a aquellos negocios que funcionaban de manera tradicional durante el día y por la noche operaban de manera desatendida. Algunas autonomías han establecido excepciones. Aragón, por ejemplo, sí permite que las gasolineras propiedad de cooperativas funcionen sin personal, siempre que solo sirvan combustible a sus socios y nunca a terceros.
Este tipo de negocios se estaban expandiendo a gran velocidad por la crisis, ya que las empresas podían abrir estaciones evitándose los gastos de personal y atraían a un buen número de clientes por sus precios sustancialmente más bajos.
Un informe de UGT publicado a finales de 2014 contabilizó 445 estaciones fantasma en toda España, de las que 35 eran de las marcas de Repsol y Cepsa creadas para tal efecto: Campsa Express y Red Ahorro. El sindicato manifestó su preocupación por la pérdida de empleo que podría sufrir este sector si continuaba expandiéndose este modelo.
Una de las recomendaciones de la CNMC al Gobierno en su informe de 2012 era que potenciara la expansión de las gasolineras desatendidas, es decir, aquellas que ofrecen carburantes a precios low cost porque se ahorran el gasto de personal (no tienen ningún trabajador, de ahí que se las conozca también como gasolineras fantasma). Sin embargo, al menos cuatro autonomías —Andalucía, Aragón, Navarra y Castilla- La Mancha— las han prohibido en los últimos meses tras el malestar de los empresarios, los sindicatos y las asociaciones de consumidores. Uno de los argumentos esgrimidos para su prohibición es que es imposible que una persona con una importante minusvalía pueda repostar (no hay nadie que le pueda ayudar). Otro es la imposibilidad de rellenar una hoja de reclamaciones si se diera el caso. O que no hay nadie en la gasolinera que compruebe que la cantidad de combustible que sale por la manguera es la misma que pone en el marcador.
Patronal, sindicatos y consumidores consideran que estas gasolineras no cumplen con los criterios de seguridad que se les exige al resto por ley, por lo que hablan de “agravio comparativo”. Entre ellos mencionan la dificultad que tienen este tipo de gasolineras para actuar de manera inmediata en caso de emergencia o para vigilar que no se fume.
Como regla general, las autonomías que han decidido prohibir las gasolineras fantasma han optado por establecer, por ley, que en toda estación de servicio debe haber al menos un trabajador durante el tiempo que esté abierta al público. Esto afecta también a aquellos negocios que funcionaban de manera tradicional durante el día y por la noche operaban de manera desatendida. Algunas autonomías han establecido excepciones. Aragón, por ejemplo, sí permite que las gasolineras propiedad de cooperativas funcionen sin personal, siempre que solo sirvan combustible a sus socios y nunca a terceros.
Este tipo de negocios se estaban expandiendo a gran velocidad por la crisis, ya que las empresas podían abrir estaciones evitándose los gastos de personal y atraían a un buen número de clientes por sus precios sustancialmente más bajos.
Un informe de UGT publicado a finales de 2014 contabilizó 445 estaciones fantasma en toda España, de las que 35 eran de las marcas de Repsol y Cepsa creadas para tal efecto: Campsa Express y Red Ahorro. El sindicato manifestó su preocupación por la pérdida de empleo que podría sufrir este sector si continuaba expandiéndose este modelo.
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