Las sociedades deben tener como objetivo avanzar hacia mayores cotas de libertad e igualdad. En un mundo que cambia a toda velocidad, ofrecer respuestas efectivas a ese reto requiere ser pragmático, flexible y estar en permanente actualización. Si el mundo cambia, pero nuestras recetas permanecen intactas, lo más probable es que fracasemos en la defensa de nuestras convicciones.
En las últimas semanas se ha escrito y hablado mucho sobre la crisis del PSOE. A cualquier demócrata sensato le debe preocupar el futuro de una fuerza política que ha liderado en el pasado muchos de los grandes avances en nuestro país. En mi caso, la razón de la preocupación es doble, puesto que soy uno de esos hijos de socialistas – a los que aludía Borrell – que han dejado, hace tiempo, de votar al PSOE. Aunque en mi caso, como en muchos otros, es evidente que no me he ido a Podemos.
En mi opinión, la variable explicativa más importante para entender por qué el PSOE está como está es una muy sencilla: el PSOE ha dejado de ser un partido de progreso. Mi colega parlamentario Ignacio Urquizu apuntaba en la misma dirección en un artículo reciente en El País. El PSOE, dicen los datos, ha dejado de ser atractivo para los votantes de las grandes ciudades, más modernas, más cosmopolitas, y normalmente más progresistas. Pero Urquizu no explicaba cuáles eran las razones por las que eso sucedía.
Las razones del declive son de fondo y principalmente dos: el PSOE no ha sido capaz de ofrecer respuestas efectivas a los dos grandes retos que plantea la globalización; en el mundo del empleo y en la educación. Y tampoco ha sabido ofrecer una respuesta valiente a la crisis.
La globalización ha transformado completamente el mundo del trabajo en todos los países avanzados. No solo por la deslocalización. Los avances tecnológicos se han llevado por delante millones de trabajos rutinarios que están siendo sustituidos por robots y algoritmos. Al mismo tiempo internet ha traído un nuevo mundo de oportunidades y nuevas formas de trabajo. Ahora desde el ordenador de casa podemos crear aplicaciones que transforman industrias enteras (Airbnb, Uber). La economía digital y la uberización del trabajo, permiten comprar y vender servicios por horas con un simple click desde el móvil.
Estos cambios abren nuevas oportunidades, pero también plantean profundos retos sobre cómo ofrecer vidas laborales dignas a grandes sectores de nuestra población. El año pasado en España se firmaron 16 millones de contratos temporales. Hoy en Estados Unidos los trabajadores freelance(autónomos) representan el 35% de la fuerza de trabajo y Europa avanza en la misma dirección.
Las relaciones laborales de la época dorada de la socialdemocracia tienen poco que ver con las relaciones laborales de hoy. Por esa razón en otros países algunos partidos socialdemócratas (y también conservadores) han tratado de romper con ideas prefijadas sobre el mundo del trabajo y ofrecer nuevas respuestas a dichos retos.
El Partido Socialista francés, por ejemplo, está implementado una modalidad de mochila austríaca con cuentas individuales por trabajador. Esta fórmula permite en un entorno de alta movilidad laboral, transportar derechos de un trabajo a otro o acumularlos para la jubilación. En EEUU, Obama ha sido un gran defensor del EITC, una modalidad de complemento salarial para ofrecer salarios dignos a trabajadores pobres.
En Italia, un país con un mercado de trabajo casi tan dual como el español, Renzi ha liderado la defensa del contrato único. Además de en EEUU o Reino Unido, en países como Canadá, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Suecia u Holanda existen versiones distintas del complemento salarial que la izquierda ha incorporado hace años en sus programas.
Sin embargo en España, uno de los países con mayor dualidad y pobreza laboral, el PSOE no ha variado prácticamente sus propuestas de empleo en los últimos 25 años. De hecho ha tenido que ser el Tribunal Superior de Justicia de la UE con sus recientes sentencias el que abra una oportunidad para el cambio, poniendo el dedo en la llaga de las profundas injusticias de nuestro mercado de trabajo.
Algo parecido ha sucedido con la educación. Hoy la educación y el talento se han convertido en la variable clave para entender las desigualdades. Mientras, por abajo, los que tienen poca formación se han quedado sin opciones de trabajo, por arriba, los que tienen talento o acceso a la educación acceden a un mercado global lleno de oportunidades.
Rafael Nadal ingresa mucho más dinero que (por poner un equivalente) Boris Becker en los ochenta porque tiene una audiencia planetaria e instantánea las 24h del día. Lo mismo aplica a un buen ingeniero de software: su mercado es planetario.
En cambio los trabajadores con poca formación en los países avanzados lo tienen cada vez más difícil. En España, 4 de cada 5 parados de larga duración no tienen formación universitaria. Las skills definen los nuevos ganadores y perdedores en la era global del conocimiento. Y la escala hace que la distancia entre ellos aumente cada vez más rápido.
Sin embargo, mientras en otros países partidos socialdemócratas lideraban reformas profundas en sus sistemas educativos para atajar esas crecientes desigualdades, en España el PSOE no ha sido capaz de liderar el cambio hacia una educación que al mismo tiempo garantice la igualdad de oportunidades y sea competitiva globalmente.
El resultado es que en España somos los segundos por la cola en fracaso escolar, nuestros profesores están entre los más desmotivados de Europa, de media lo hacemos peor de lo que nos tocaría por nuestro nivel de renta y casi no tenemos alumnos excelentes.
En tercer lugar el PSOE ha sido incapaz de ofrecer un relato valiente de respuesta a la crisis. El único argumento de un partido de progreso no puede ser No a Rajoy y No a la austeridad. En economías abiertas dentro de una unión monetaria como el euro los países endeudados deben ser responsables fiscalmente. Si dejamos de serlo se genera desconfianza y eso se traduce en mayores intereses a pagar por la deuda y en menos dinero para hospitales.
Un relato de la crisis mucho más coherente hubiera sido uno que abogara de forma ambiciosa por la austeridad allí donde ha habido abusos y excesos (diputaciones y demás chiringuitos políticos) y que fuera rotundo contra los recortes en educación o innovación que son pan para hoy y hambre para mañana. Pero el PSOE tampoco ha sido capaz de enfrentarse a sus redes clientelares y asumir cambios institucionales profundos.
La pregunta que viene a continuación es: ¿Y por qué el PSOE no ha sido capaz de reaccionar ante todos estos cambios? Lo primero que descubre alguien al entrar en política es que entre el diseño de las políticas y la realidad de su implementación hay un enorme trecho. Existen grupos de interés, competencias fragmentadas, relaciones humanas y equilibrios de poder.
Para poder lograr cambios es imprescindible no tener servidumbres. Cuando existen mochilas grandes, la labor reformista se vuelve una quimera. Y si a eso se le suma la inexistencia de liderazgos fuertes, tener un partido de progreso resulta directamente imposible. No es baladí que aún hoy, ni uno solo de los líderes del PSOE, ni de los que vienen ni los que se van, haya tenido vida fuera del partido.
La batalla a la que nos enfrentamos en el futuro no es una batalla de izquierdas o derechas. Es una batalla que enfrenta a defensores de sociedades abiertas y de progreso contra los defensores de sociedades cerradas. Ganar al populismo y al nacionalismo requiere abordar los problemas de aquellos que han sido dejados atrás por la globalización y ofrecer nuevas oportunidades a las nuevas clases medias.
En el caso del PSOE, los tiempos han avanzado mucho más rápidamente que la capacidad de respuesta de sus estructuras. Las políticas de progreso no pueden estar basadas en doctrinas fijas, sino en un proceso constante de adaptar medios y políticas a circunstancias cambiantes.
No hay nada que asegure que en el futuro vayan a seguir existiendo las fuerzas políticas que hemos tenido en el pasado. Los tiempos están cambiando, como dice la canción de Bob Dylan, y ya están aquí nuevos partidos para re-definir el significado de progreso.
Por Antonio Roldán Monés
Portavoz de Economía de Ciudadanos en el Congreso de los Diputados
Economista, Máster en Relaciones Internacionales por la Universidad de Sussex y MPA en Política Económica por la Universidad de Columbia, ha trabajado en la Dirección General de Economía y Finanzas de la Comisión Europea y en el Parlamento Europeo. También ha sido analista de riesgo político en la consultora Eurasia Group e investigador en la London Scool of Economics.
La calidad de cualquier democracia está muy relacionada con la calidad de su debate público. Ello exige que cuando se inicie una discusión, los argumentos que se pongan sobre la mesa sean rigurosos y certeros, y no un conjunto de lugares comunes, obviedades o consignas. El PSOE está inmerso en una discusión interna que, si no acertamos a resolver, puede dejarnos un largo tiempo en la oposición. Por ello, la salida del secretario general hace aún más urgente descifrar qué nos está pasando.
La cuestión no es cómo solventamos nuestro trilema (Gobierno del PP, Gobierno alternativo y terceras elecciones). Este escenario, como el resto de fracturas por las que estamos pasando, es consecuencia de una dificultad mayor: los socialistas estamos encadenando sucesivas derrotas electorales.
Para muchos todo se reduce a una cuestión ideológica: “No somos suficientemente de izquierdas”. De ahí que se concentre nuestra energía en situar a Podemos como nuestro principal adversario y en justificar unos malos resultados con mantener la segunda posición y evitar el temidosorpasso. Siguiendo este hilo argumental, desbloquear la actual situación política se podría interpretar como una traición más a esos principios y valores.
Aquellos que aceptan esta hipótesis sitúan el origen de los problemas en la gestión de la crisis a partir de mayo de 2010. Pero esto es cuestionable. En primer lugar, eso significa obviar algunas realidades como que muchas de las medidas que se decidieron entonces eran el resultado de los desequilibrios que sufría la economía española durante la última década. De no haberse tomado, nuestro país estaría ahora en una situación peor.
En segundo lugar, incluso medidas tan controvertidas como la reforma del artículo 135 de la Constitución contaban con más apoyo popular de lo que se dice. Los datos de Metroscopia de septiembre de 2011 muestran que un 62% de los españoles habría apoyado esta reforma constitucional en el caso de que se les hubiese consultado. Y si miramos por partidos, este porcentaje era del 60% para el electorado socialista. La crítica estaba en el procedimiento: el 61% consideraba que habría sido preferible celebrar un referéndum y solo el 32% justificó la urgencia para calmar a los mercados. En tercer lugar, es difícil que alguien que no se respeta a sí mismo y a su pasado sea respetado por los demás. En definitiva, aquellos años de gestión se han simplificado en exceso sin trazar un relato comprensible para el electorado de izquierdas.
Es cierto que en las grandes victorias electorales del Partido Socialista, cuando superó los 10 millones de votos (1982, 2004 o 2008), el 50% de la extrema izquierda y como mínimo el 70% de la izquierda apoyaba al PSOE. Estos datos están muy alejados de las elecciones de 2015 y 2016. El 20 de diciembre, los apoyos socialistas en la extrema izquierda fueron del 18%, mientras que en la izquierda la intención directa de voto se situó por debajo del 40%. El 26 de junio, estos porcentajes fueron todavía inferiores y se situaron en el 14% y el 30% respectivamente.
Pero el principal problema del PSOE es algo más que ideológico. Es decir, reducir todo a una cuestión de izquierda y derecha es una simplificación excesiva de la realidad. Cuando se miran con detalle algunos datos más, se descubre una falta de conexión con las capas más avanzadas de la sociedad. Dicho de otra forma, la dificultad del PSOE va más allá de que no sea percibido como un partido progresista.
Si analizamos los apoyos electorales según el tamaño de nuestros municipios, vemos que en las ciudades de más de 50.000 habitantes el Partido Socialista viene siendo, como mucho, la tercera fuerza política en las dos últimas elecciones generales. En urbes tan significativas como Madrid o Valencia, el PSOE se situó como la tercera fuerza. Por no hablar de lugares como Barcelona o Bilbao, donde caímos a la cuarta posición el 26-J. En las recientes elecciones vascas, en dos de las tres capitales de provincia el PSE ocupó la quinta posición. Las comunidades autónomas con mayor renta per cápita mostraron un cuadro parecido. En la Comunidad de Madrid, en el País Vasco y en Navarra, el PSOE fue la tercera fuerza política el 26-J. En Cataluña caímos a la cuarta posición.
Al mismo tiempo, cuando pasamos a mirar los datos de las encuestas del CIS, vemos que el Partido Socialista solo es capaz de ser una alternativa al PP entre los ciudadanos que tienen, como mucho, los primeros años de educación secundaria. En cambio, entre aquellos que declaran tener estudios superiores, el PSOE cae a la cuarta posición. Si analizamos los datos de todas las elecciones, nunca el Partido Socialista había tenido tan pocos apoyos entre la gente con estudios universitarios. Por clases sociales, el PSOE solo obtiene un amplio apoyo entre los obreros, mientras que en las clases medias y en las clases medias-altas se sitúa en tercera o cuarta posición. Esto no siempre ha sido así. En los años ochenta y en las dos victorias electorales de José Luis Rodríguez Zapatero, las clases medias depositaron su confianza de forma mayoritaria en el Partido Socialista.
Todos estos indicadores apuntan a que el PSOE ha perdido el apoyo de los sectores más avanzados de nuestra sociedad. Las grandes ciudades, las clases medias o las personas con estudios superiores suelen ser muy representativas de la modernidad. No es casual que Podemos haya tenido mayores niveles de confianza.
En definitiva, el principal problema del Partido Socialista no es tanto ideológico, sino de conexión con sectores de la sociedad que son muy representativos de los valores de progreso. Así, el PSOE debe comenzar a pensar cómo vuelve a conectar con unos grupos sociales en los que sí fue un referente en el pasado. Pero para saber qué nos está pasando, no podemos precipitarnos. Esta reflexión, si queremos que sea certera y profunda, requiere más tiempo que el mes que la dirección saliente defendía.
Seguramente deberemos abrirnos a nuevas ideas, ser valientes en los debates, quitarnos muchos prejuicios y ser conscientes de que los retos de la sociedad del futuro exigen medidas audaces. Así, combatir la desigualdad exige modernizar nuestro Estado de bienestar, o tener una economía más competitiva implicará una mayor racionalización de nuestro sistema productivo. Lo que cambia el mundo no son los golpes de efecto o los tuits, sino las ideas. En este aspecto, el Partido Socialista tiene una amplia tarea por delante. Solo así dejaremos de perder las elecciones ante el peor Gobierno de nuestra democracia.
Ignacio Urquizu es profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid (en excedencia) y diputado del PSOE en el Congreso por Teruel. Acaba de publicar La crisis de representación en España (Catarata)
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